sábado, 19 de enero de 2013

Los abogados de Atocha, vivos en nuestra memoria

24 de enero de 1977

Una calle de Madrid. La calle Atocha. Un lugar de encuentro de gente de todo tipo que se reúne en sus cafeterías, sus bares, las plazas de alrededor. Se abren nuevos negocios y permanecen o cierran los de siempre. Muchos de los que trabajan por allí se conocen entre ellos y charlan, comen juntos. El Bar Cantábrico, el Bar Brasilia, el restaurante Hilogui, la Plaza de Santa Ana. Lugares llenos de vida por los que miles de personas van pasando casi sin darse cuenta. Una comida rápida, un saludo, una reunión, volver al trabajo. Y una calle como las demás calles de la ciudad. Fría en invierno, solitaria en verano.
 Calle Atocha. 1977.
En la calle Atocha trabajaban también un buen número de abogados laboralistas comprometidos con la libertad y la igualdad y dedicados al asesoramiento y defensa de los trabajadores. Su lucha hacía que recibieran anónimos amenazadores contra su vida, pero ellos seguían trabajando. Tenían un despacho que llevaba abierto desde 1972. A él acudían trabajadores de todos los oficios por muy diversas causas: accidentes laborales, despidos improcedentes, salarios que no les pagaban… En ocasiones grupos enteros bloqueaban la escalera del edificio hasta que les llegaba el turno. A todos ellos se les abría un expediente en una carpeta amarilla. Carpetas que muchas veces llevaban por nombre el de un colectivo, otras el de un solo individuo y, que otras veces, eran anónimas. En ellas se incluían multitud de datos, referencias, pero siempre faltaba algo. Algo que no se había apuntado. Carpetas amarillas que llenaban un despacho que, aunque grande, comenzaba a quedarse pequeño.
En 1976 los abogados alquilaron otro despacho. También en la calle Atocha. Parecía que no podía ser en otro lugar. Pero esta vez, en el número 55. Un número para el recuerdo. Lo arreglaron, lo pintaron, y poco a poco los trabajadores comenzaron de nuevo a agolparse junto a la puerta. El despacho empezó a llenarse de carpetas amarillas, de movimiento, de reuniones. Se llenó de vida. El portal estaba repleto de vecinos desconocidos. Para llegar al despacho, había que subir hasta el tercer piso, normalmente por la escalera, porque el ascensor casi nunca funcionaba. Tampoco funcionaría el 24 de enero de 1977. Junto a la puerta, una placa: “Abogados. Horas de consulta: lunes, miércoles y viernes de 16:30 a 20h”. Al pasar la puerta marrón te encontrabas con un salón en forma de trapecio. Era una casa llena de esquinas en la que ibas pasando de despacho en despacho. Tenía balcones a la calle. Al salir de allí, los abogados compartían anécdotas personales y laborales tomando algo en el pub de Santa Bárbara o en la discoteca el Junco. Prácticamente pasaban todo el día juntos. Algunos se habían conocido en la universidad, otros, a su llegada al despacho. Pero sea como fuere, la cotidianidad se convirtió en confianza y ésta a su vez en amistad.
Y llegó el 24 de enero de 1977. Allí estaban nueve personas: Luis Javier Benavides, Ángel Rodríguez Leal, Javier Sauquillo, Serafín Holgado, Enrique Valdelvira, Luis Ramos, Miguel Sarabia, Dolores González y Alejandro Ruiz-Huerta.
Luis Javier Benavides, “Luisja” para sus amigos, había nacido en Villacarrillo (Jaén). Tenía muy claro que su actividad en el futuro estaría relacionada con el campo, con los sindicatos campesinos. Estaba entregado al marxismo y al cristianismo. En Vallecas atendió a numerosos clientes, a pesar de que el barrio estaba perseguido por el franquismo. En Hortaleza participó en las primeras asociaciones clandestinas de vecinos. Era sencillo y abierto. Fue él quien, sin saberlo, abrió la puerta a la muerte. El 24 de enero tenía 27 años.
Ángel Rodríguez Leal era de Casasimarro (Cuenca). Cuando le despidieron de Telefónica llevó su caso al despacho de los abogados y finalmente se quedó a trabajar allí. Llevaba las tareas de organización de documentos, que tanta falta hacían. Era por tanto el único que no había estudiado Derecho. Horas antes de que acontecieran los hechos que cambiaron la historia de aquel despacho y la historia de España, le dio a Alejandro un bolígrafo de marca inoxcrom que éste metió en el bolsillo de su camisa. Le dijo que “le haría falta”. El 24 de enero tenía 26 años.
Javier Sauquillo nació en Ceuta. Empezó a trabajar en el despacho de abogados laboralistas de la calle General Oraa, que posteriormente se uniría con el de Modesto Lafuente. En abril de 1972 se incorporó al despacho de la calle Españoleto, su lugar de trabajo más “estable”. Sin embargo, su experiencia se extendía a Vallecas, Móstoles, Alcorcón… Era una persona con una dedicación total a su trabajo y con las ideas claras, que decía todo sin necesidad de hablar. Estaba casado con Dolores González. El 24 de enero tenía 29 años.
Serafín Holgado era de Salamanca. Había entrado en el despacho de la calle Atocha unos días antes para aprender el oficio mientras estudiaba alguna asignatura que le faltaba para terminar la carrera. Era increíblemente trabajador, lleno de vida y de energía, y alargaba las horas de trabajo hasta el máximo. Era tímido, pero tenía unas tremendas ganas de aprender. Sus intentos por labrarse un futuro terminaron aquella noche. El 24 de enero tenía 27 años.
Enrique Valdelvira era todo sentido común. No era en absoluto el típico abogado que recitaba leyes jurídicas, sino todo lo contrario: siempre tenía una solución imaginativa para todos los casos. Además de trabajar en otro despacho de la calle Magdalena, era profesor de historia en un instituto privado. Un gran orador y un gran maestro. Hay quien piensa que de haber tenido oportunidad de hablar aquella noche, hubiera podido cambiar el curso de los hechos. El 24 de enero tenía 34 años.
Luis Ramos tenía otro despacho en Alcalá de Henares. Era una persona seria, o al menos eso parecía. Casi siempre estaba callado. En silencio. También cuando trabajaba. Era una persona muy serena en todo lo que hacía. No se alteraba. Fue uno de los primeros en pedir ayuda. Y lo hizo sin sobresaltos. Sin aparente nerviosismo. Lo que allí ocurrió se le clavó en lo más profundo, como a todos, pero él prefirió guardárselo para sí mismo. El 24 de enero tenía 37 años.
Miguel Sarabia tenía una sorprendente capacidad para recordar cada uno de los detalles que habían ocurrido aquella noche de forma minuciosa. Era un excelente narrador, también había sido profesor, y contaba las cosas de forma exacta, precisa y directa. Lo que asombraba a unos y molestaba a otros. Una persona comprometida con su trabajo, y que lo llevaba a cabo como si con cada caso estrenara su título de abogado: con una fascinante ilusión. Fue el único que intentó escapar aquella noche. El 24 de enero tenía 49 años.
Dolores González es dos personas diferentes. Por un lado está la mujer alegre, serena y  llena de fortaleza que era antes de los trágicos sucesos de la noche del 24. Por otro lado, está la mujer que nació después de aquella noche. Dolores cambió por completo. Nunca volvió a ser la misma. Un día, una noche, apenas unos minutos, en los que le robaron su libertad, le borraron la sonrisa, la apartaron de Javier y la sumergieron en el silencio. El 24 de enero tenía 31 años.
Alejandro Ruiz-Huerta nació dos veces en Madrid. Había estudiado derecho en la universidad con su gran amigo Luisja. Sin embargo, siempre le habían apasionado la literatura, el teatro y la poesía. Quizá por ello ha comenzado a escribir sobre la noche del 24: hace lo que le gusta al mismo tiempo que se desahoga. No quiere venganza. A pesar de todo, sigue siendo fiel a los principios del derecho y creyendo en la justicia, que será la que decida. El 24 de enero tenía 30 años.
La noche del 24 de enero fue la de un lunes frío y lluvioso. En todos los sentidos. En el despacho de la calle Atocha nº 55 va a tener lugar una reunión de los abogados laboralistas. Una reunión en la que estará presente la tensión ciudadana que se vivía desde hacía meses como consecuencia de la escalada de violencia que asolaba el país. Algunos de los abogados cogen el coche desde la otra punta de la ciudad para llegar al despacho, otros ya se encuentran allí.
Cuando Alejandro sube hasta el tercer piso y entra en el salón lleva consigo un bocadillo de jamón que acaba de comprar en el Globo. Lo comparte con Enrique y Luisja mientras comentan las últimas acciones violentas y manifestaciones acaecidas en Madrid. Una reunión de transportistas acaba de terminar allí mismo. Corrillos de sindicalistas comentan la huelga de transportes y sus últimos incidentes. Navarro les invita a marcharse. Y él también se despide. En ese momento, Ángel entra por la puerta del despacho. Ya se había marchado a tomar algo con otros compañeros, pero volvió porque se le había olvidado un ejemplar del Mundo Obrero.
Mientras tanto, tres hombres llegan al número 55 bajo la oscuridad de la calle Atocha. Sin ser vistos, suben hasta el cuarto piso mientras esperan el mejor momento para irrumpir en el despacho. Sus nombres son José Fernández Cerrá, Carlos García Juliá y Fernando Lerdo de Tejada. En la escalera, Juliá decide taparse el rostro. Ninguno de los otros dos entiende del todo el porqué, se supone que no hay que fallar. Cuando todo parece calmado, bajan al tercer piso.
Llaman al timbre. Alejandro y Luis Javier van a abrir. Se chocan. Finalmente abre Luis Javier. Dos hombres irrumpen en la sala. Uno lleva el rostro tapado, el otro no. Ambos llevan una pistola. Mientras Juliá va hacia los despachos individuales para desconectar los teléfonos, Cerrá apunta a siete personas con su arma y les reúne a todos junto a la pared del salónEsas manitas bien arriba -dice- ¿dónde está Navarro? Es mejor para vosotros que nos lo digáis. Javier interviene: no sabemos de quién habláis. Se oye un disparo. Siete rostros congelados. Aún más. Juliá entre en la habitación con Ángel y Serafín y les coloca con el resto. Con los nervios se le había escapado un tiro y se había rozado un brazo. Esas manitas bien arriba. Algunos de los abogados piensan que, quizá, si les hacen caso, no pasará nada. Sólo hay que esperar. Esas manitas… bien arriba. Juliá comienza a disparar. Cerrá le sigue. Uno a uno los cuerpos van cayendo. Los asesinos los rematan en el suelo. Mientras tanto, Lerdo escucha todo desde la puerta. También lleva una pistola, pero ni siquiera está cargada. Nueve vidas destrozadas. Tres asesinos que huyen escaleras abajo sin mirar atrás. En el salón, silencio. Un horrible silencio. Cada uno de los cuatro sobrevivientes se pregunta si será el único.

 Minutos después Luis y Miguel se miran el uno al otro. Nos han matado, Miguel –dice Luis-. Ambos se acercan a la ventana arrastrándose para pedir ayuda. Poco después Alejandro retira el cuerpo de Enrique, que yacía tumbado sobre él, protegiéndole. Llaman de nuevo a la puerta. No puede ser. ¿Serán ellos otra vez? No. Es Luis Menéndez. Sus ojos no pueden creer lo que ven. Va a pedir ayuda.
Las caras de las personas que van entrando a la sala a ayudar, entre ellos, un policía y un barrendero, lo dicen todo y a la vez no dicen nada. Es imposible. ¿Quién ha podido hacer algo así? El horror se refleja en sus rostros. Pero no, ahora tienen que concentrarse en ayudar. Entre todos se llevan los cuerpos sin vida de Enrique Valdelvira, Luis Javier Benavides y Ángel Rodríguez Leal. Javier Sauquillo y Serafín Holgado fallecerían horas después en el hospital. Hay cuatro supervivientes: Luis Ramos, Miguel Sarabia, Dolores González y Alejandro Ruiz-Huerta. Un bolígrafo inoxcrom había desviado la trayectoria de una bala.
Había muchos más despachos de abogados laboralistas. Pero les tocó a ellos. Nueve personas. Nueve vidas contra las que se atentó una noche. Pero no sólo se atentó contra ellos, sino también contra la libertad. Contra la democracia.



26 de enero de 1977. Un entierro convertido en manifestación: Madrid pide paz

El miedo a causa de la escalada de violencia que asolaba el país y por supuesto, la conmoción por el asesinato de los abogados, fueron el detonante de lo que supuso el entierro del día 26. Un entierro que se convirtió en una multitudinaria manifestación que, aunque encabezada por el PCE, estuvo apoyada por todas las fuerzas democráticas y por los ciudadanos madrileños. Todos ellos acudieron compungidos bajo la rabia y la impotencia para despedir a los abogados y manifestar sus deseos de paz. Podría haberse pedido venganza. Se podría haber respondido a la violencia con más violencia. Y quizá eso es era lo que querían algunos: que tanta violencia llevara a la intervención del Ejército. Pero no fue así. Santiago Carrillo pidió calma. Es posible que el comportamiento sereno y de compromiso con la paz de los comunistas hiciera que el PCE incluso saliera fortalecido de aquel día.

 


 Día del entierro en la Castellana
 
Desde el principio se quiso instalar la capilla ardiente en el Salón de Togas del Colegio de Abogados. El Ministerio del Interior había anunciado que no podía garantizar la seguridad en los alrededores, pero gracias a distintas negociaciones colegiales se consiguió el objetivo. Ciento cincuenta mil personas ocuparon las calles Marqués de la Ensenada, General Castaños, Génova, Plaza de la Villa de París y Plaza de Colón para pasar por la capilla ardiente instalada a la una de la tarde.

Aproximadamente unos mil militantes del PCE se ocuparon de la seguridad en el interior del Colegio de Abogados. Controlaban a las personas que entraban al interior, organizaban las colas y, a través de un megáfono, daban instrucciones y pedían silencio cuando era necesario. Cuando Santiago Carrillo entró en el Colegio de Abogados, se pidió a todos los presentes que abrieran sus gabardinas o abrigos, aunque no hubo ningún incidente. A pesar de ello, existía el temor a la presencia de francotiradores entre el Palacio de Justicia y la calle de Génova. Lo más probable es que esta fuera la razón por la cual el decano del Colegio, don Antonio Pedrol, fuera completamente solo por decisión propia. Durante toda la concentración el Palacio fue sobrevolado por helicópteros de las Fuerzas del Orden. Siempre se dijo que el Rey había seguido el entierro desde uno de ellos.

A las cuatro de la tarde comenzaron a sacarse los ramos y coronas de flores del Palacio de Justicia. Abogados amigos de las víctimas y representantes políticos y sindicales fueron ayudados por multitud de voluntarios. El desfile de coronas duró hasta treinta y cinco minutos, y con ellas se llenaron totalmente siete furgones. Una de ellas, con claveles rojos y blancos, reproducía una hoz y un martillo. Fundamental debió ser el hecho de que las floristerías regalaban las rosas a los ciudadanos que iban a comprarlas para llevárselas a los abogados de Atocha.





Salida de los féretros

A las cinco menos veinte de la tarde, don Antonio Pedrol Rius y la Junta de gobierno del Colegio, con la toga y la medalla judicial, precedieron la salida de los féretros, que eran llevados por compañeros de las víctimas. Tras ellos marchaban dirigentes de fuerzas  políticas de la oposición. Cuando los familiares de las víctimas abandonaron el Palacio de Justicia, la multitud prorrumpió en aplausos, que enseguida fueron acallados por las recomendaciones de “silencio, esto es un entierro”. Cuando los féretros fueron introducidos en los furgones, hubo algunas protestas de gente que solicitaba que se continuara a pie. Pero el silencio volvió a imponerse rápidamente. Durante el resto de la manifestación, los asistentes respetaron el más rotundo silencio. Posteriormente, la comitiva se dirigió hacia Cibeles para después llegar a los cementerios de la Almudena y nuevo de Carabanchel.

La concentración transcurrió sin incidente alguno. A las seis y media de la tarde fuentes de la policía lo anunciaban. La calma y el orden habían primado durante el tiempo que duró el entierro. De la misma manera ocurrió en casi todas las manifestaciones que tuvieron lugar en otros rincones del país. Las expresiones de condena fueron especialmente significativas en los Colegios de Abogados de distintas provincias. Barcelona, Bilbao, San Sebastián o Baleares, fueron las primeras en mostrar su solidaridad con los abogados del Colegio de Madrid.

El Atentado de Atocha fue un duro golpe contra la Transición. Fue uno de los acontecimientos que más hizo temer por la futura democracia. Pero el día 26 de enero, el día del entierro y la manifestación, pudo ser uno de los que más contribuyeron a construir la democracia. Fue este un día en el que ciento cincuenta mil personas decidieron gritar en silencio su ira y su frustración para pedir la paz.


   (Las fotografías pertenecen al libro de Alejandro Ruiz-Huerta: La Memoria incómoda. Los abogados de Atocha. Editorial Dossoles. Huesca. 2002.)

 http://www.otromadrid.org/articulo/13803/-/