En el S.XX España ha tenido dos
constituciones refrendadas democráticamente: la republicana de 1931 y la
de la restauración monárquica de 1978. Monarquía y República son dos
modelos de poder inversos: en el republicano, el pueblo se dota de
instituciones de gestión colectiva. En el monárquico, son las
instituciones las que ceden al pueblo una parte de su poder. Contra lo
que se puede oír con frecuencia, nuestra constitución actual no es
monárquica sólo a título nominal, es decir, la llamada “monarquía
constitucional” no es una “república con rey”, sino una monarquía en la
que al pueblo sólo le queda el papel de refrendar o no lo que el poder
institucional determina. Con frecuencia se recuerda la Constitución de
1931 por sus avances sociales. Pero más importante es destacar el modelo
de Estado radicalmente diferente que propone. Hagámoslo comparando
ambas constituciones en relación a cuatro temas esenciales: Soberanía,
organización territorial, separación de poderes y Jefatura del Estado.
Para empezar, la constitución republicana hace residir el poder en el pueblo, sin más acotación. La monárquica, en cambio, acude a un término de origen monárquico, el de soberanía, y juega a la confusión haciéndola residir, al modo de las constituciones republicanas inspiradas en la francesa, también en el pueblo, pero especificando pueblo español. El pueblo de que habla la Constitución de 1978, tanto cuando se refiere al español como a los pueblos de España no es el conjunto de la ciudadanía, sino un ente abstracto definido por la identidad histórica y cultural,[1] que podemos pensar que en definitiva es el que en su Preámbulo establece como sujeto político, la Nación española,
término que en la constitución republicana aparece como designación de
un derivado de la constitución de la República como tal, y no como una
entidad previa a ella.
¿Cómo se organiza el Estado? El orden en
que cada constitución lo desarrolla es revelador: la republicana
establece primero la organización territorial, a continuación el
funcionamiento de las Cortes y, finalmente, la figura del Jefe del
Estado. La monárquica, en cambio, sigue el orden inverso. Empecemos,
para compararlas, con el orden republicano, porque la organización
territorial constituye la principal marca diferencial de su carta
fundamental.
En 1931, el ente administrativo nuclear
es el ayuntamiento, cuyos alcaldes pueden ser elegidos por votación
directa o que, si sus dimensiones lo permiten, pueden gobernarse también
por la asamblea de vecinos, posibilidades no contempladas en la
constitución de 1978, que sólo prevé la elección de los concejales, y
del alcalde por éstos (también posible en 1938). Los ayuntamientos se mancomunan en
provincias, que pueden, a su vez, y a iniciativa de los ayuntamientos
que se integran en ellas, unirse en comunidades autónomas, redactando un
estatuto que, si es votado por 2/3 del censo de esas provincias, es
sometido a su aprobación por las cortes, única cámara legislativa. En
1978 hay dos cámaras legislativas que establecen la organización
provincial del territorio. Cada provincia es gobernada por una
Diputación, que cede competencias a los ayuntamientos, elegidos como se
ha indicado. Si un conjunto de provincias desea constituirse en
Comunidad Autónoma, la propuesta se realiza directamente a las Cortes
que, en caso de aprobar la propuesta, permiten someterla a votación
entre el censo electoral afectado. Una última diferencia importante a
tener en cuenta es que el Estatuto de Autonomía resultante de este
proceso tiene, en el texto de 1931, el rango de ley básica de la
Comunidad en cuestión, sin que, una vez aprobado se mencione ninguna
subordinación a otra ley. En 1978, en cambio, tiene el rango,
sencillamente de ley, es decir, de ley del Estado, lo que en la
práctica se ha traducido en que los Estatutos de autonomía vigentes
tienen el rango de ley orgánica, es decir, el mismo que, por ejemplo, la ley de educación,
lo que provoca constantes conflictos de competencias con el Estado
central. En 1931 el Estado se reserva algunas competencias (defensa,
hacienda, comunicaciones nacionales), mientras que el resto son
susceptibles de ser asumidas de manera exclusiva por las
Comunidades autónomas en sus estatutos. En 1978, en cambio, es el Estado
quien cede las competencias que considera, y no se menciona
explícitamente la posibilidad de hacerlo de manera exclusiva (de hecho
hoy sólo hay cesión parcial de competencias, otro motivo de conflicto
constante). Por último, el papel del ejército en relación a la
organización territorial es diferente: la República renuncia
expresamente a la intervención del ejército en la política nacional. La
constitución monárquica le encarga, con calculada ambigüedad, la defensa de la integridad territorial.
En relación a la Jefatura del Estado, más
allá de las diferencias obvias entre una monarquía hereditaria y una
presidencia ostentada por elección democrática (por un extraño sistema
mixto entre el sufragio directo e indirecto), cabe destacar la
responsabilidad que el máximo cargo adquiere ante los ciudadanos. Al Rey
de 1978 se lo declara expresamente inviolable y no sujeto a responsabilidad, algo que se justifica en la necesidad de que sus actos sean
refrendados por el gobierno (no por las Cortes), quien asume la
responsabilidad de los mismos, pero sin que se mencione qué ocurre en
relación a aquellos actos, por ejemplo privados, que no tienen que ser
refrendados, y que se supone quedan amparados por la mencionada inviolabilidad. La República de 1931, en cambio, declara a su presidente criminalmente responsable de la infracción delictiva de sus obligaciones constitucionales.
Otro capítulo importante en la definición
de cualquier Estado es el relativo a la separación de poderes. Ambas
constituciones prevén un Tribunal Constitucional, pero la composición
del mismo es esencialmente política en nuestra constitución actual (sólo
2 de sus 12 miembros nombrados por la judicatura, el resto por el
gobierno y las cámaras), independiente en la republicana (sólo hasta 5
miembros nombrados por las Cortes, los 20 restantes por la judicatura y
las universidades). En la nuestra, el indulto es potestad del Rey. En la
republicana, del Tribunal supremo.
Hay en ambos textos unos artículos menos
conocidos pero de especial vigencia en nuestros días, relativos a la
economía del Estado. Para empezar, en 1931 se prohíbe expresamente que
el gobierno incumpla por exceso los presupuestos aprobados en Cortes,
mientras que en 1978 este inclumplimiento se autoriza expresamente. Es
decir, los presupuestos de la República tienen carácter vinculante, los
de la Restauración de 1978 lo tienen, digamos, orientativo. Pero hoy
todavía nos ha de llamar más la atención el articulado referente al
endeudamiento público. La Constitución de 1978 no le pone otros limites
que los que el gobierno se ponga a sí mismo, o los que le ponga una ley
de la que no se especifica si ha de fijar cuantías máximas de
endeudamiento, ni si ha de ser una ley aprobada previamente en Cortes o
puede tratarse de un decreto-ley del propio gobierno. Pero la de 1931
exige que una tal ley concrete las condiciones exactas del préstamo:
cantidad máxima, intereses y plazos de amortización. Pero todavía hay
más: si un gobierno incumple este precepto, el Estado queda libre de
devolver el préstamo. El propio prestatario ha de vigilar, por tanto,
que firma unas condiciones contempladas por esa ley, en caso contrario
puede perder su dinero.
Para terminar, podríamos destacar cómo se
adquiere la nacionalidad española en cada caso: llama la atención que
la actual no lo establece, y se remite a una futura ley. La constitución
republicana otorga la ciudadanía a todos los nacidos en España o
inmigrados a ella, independientemente de su ascendencia.
[1] Los conceptos que aquí se oponen son los de
soberanía popular, de Rousseau, y de
soberanía nacional,
del abate Sieyès, alternativas surgidas en el debate teórico suscitado
por la evolución de la República Francesa en el S.XVIII.